La
Organización Meteorológica Mundial (OMM) acaba de hacer público que 2015, 2016
y 2017 han sido los años más calurosos desde que hay registros. Según la OMM,
"la tendencia de la temperatura a largo plazo es mucho más importante que
la temperatura de cada año, y esa tendencia es al alza. De los 18 años más
cálidos de los que se tienen datos 17 se han registrado en este siglo, y el
grado de calentamiento de los tres últimos años ha sido excepcional. El calor
en el Ártico ha sido especialmente intenso, lo que tendrá repercusiones
profundas y duraderas en el nivel del mar y en las características
meteorológicas de otras partes del mundo".
La tendencia
al aumento de la temperatura de nuestro planeta es innegable. La cuenca mediterránea
es una de las regiones más afectadas, y España destaca dentro de ella. Según
AEMET, el año 2017 fue el más cálido y el segundo más seco en España desde
1965. Al observar la gráfica de temperaturas desde 1965 hasta 2017, se aprecia
claramente su línea ascendente.
Las
precipitaciones caídas en España en ese mismo periodo no presentan un cambio
tan notable como el que registra la temperatura, si bien sí se observa una
tendencia a la disminución. Ello, unido a su mayor irregularidad y al cada vez
mayor calor, reduce la humedad, empeora la salud de los árboles, incrementa la
erosión, aumenta el riesgo de incendio y provoca una mayor demanda de agua para
el regadío. Es el cóctel perfecto para encaminar a nuestro país hacia la
desertificación.
Sin duda
alguna, el cambio climático es el mayor desafío al que se ha enfrentado jamás
la humanidad. Es el resultado de nuestra ignorancia y de nuestra codicia. De
nuestra ignorancia porque durante muchos años hemos quemado combustibles
fósiles sin saber que así se refuerza el efecto invernadero. Y de nuestra
codicia porque hemos reaccionado tarde y tímidamente para no alterar el estilo
de vida que disfrutamos las clases medias del mundo rico y las clases ricas de
todos los países.
El
calentamiento global acentuará las tensiones geopolíticas y provocará cambios
en la redistribución de la riqueza. La pérdida de fertilidad y productividad de
la tierra en vastas regiones del planeta en las que la agricultura y la
ganadería siguen siendo recursos de primer orden provocará (posiblemente ya lo
ha hecho y está haciendo) carestías y escasez de alimentos y de agua en muchos
países e impulsará a emigrar a cada vez más personas, en busca de un entorno
más favorable.
En el caso
español, el agotamiento de los acuíferos debido a la extracción de agua para el
regadío intensificará la desertificación y la pérdida de producción agrícola.
La única opción para amortiguar este riesgo es la desalación del agua marina,
que exige un gran gasto energético y provoca un gran impacto ambiental debido
al vertido de la salmuera en el mar, lo cual genera un enorme incremento de la
concentración de sal en el volumen de agua afectado por el vertido. Los bosques
españoles ya muestran el impacto de este cambio climático: el porcentaje de
árboles que presenta una defoliación superior al 10% ha pasado del 36,5 en 1987
al 80,5 en 2016 (datos de la Red Europea de Seguimiento de Daños en los
Bosques). Esto es así porque las prolongadas y reiteradas sequías y las olas de
calor debilitan a los árboles, haciéndoles más vulnerables a la acción de los
organismos que los parasitan, algunos de los cuales son alóctonos.
¿Queremos
vivir en un mundo más inhóspito, en el que los fenómenos meteorológicos
extremos estén a la orden de día? Un mundo en el que cada vez más personas
vivirán en entornos áridos con baja productividad de la tierra y escasez de
agua. Un mundo en el que, ciertamente, pueden ocurrir otras cosas como
consecuencia del cambio climático y, seguramente, ninguna buena. Porque nuestro
actual conocimiento científico no alcanza para anticipar todos los efectos de
este fenómeno. Algo muy inquietante que está empezando a observarse en todo el
planeta es la drástica disminución de los insectos, esos animalitos a veces
molestos que, sin embargo, están en la base de la pirámide ecológica y juegan
un papel fundamental en la salud de ecosistemas de los que depende la vida,
incluyendo la vida humana.
La solución
real a este grave desafío pasa por cambiar nuestro sistema de valores y ser
capaces de encontrar la felicidad en experiencias que no impliquen la
depredación sobre los recursos del planeta. Pero, mientras llega ese nuevo
sistema de valores y se implementa un modelo de organización económica y social
no basado en el lucro (o, al menos, que no dé prioridad al lucro), a corto y
medio plazo nuestra única opción es ganar tiempo. Y en esta estrategia las
energías renovables juegan un papel transcendental, ya que es imprescindible
descarbonizar nuestra economía. Su transformación en la principal fuente de
energía es urgente.
Siendo España
tan vulnerable al calentamiento global, no es fácil entender porqué en las
negociaciones en el seno de la UE, el Gobierno de España se sitúa entre los más
reticentes a apostar por esa descarbonización de la economía: sigue apoyando el
uso del carbón y obstaculizando el autoconsumo, además de haber aprobado
normativas muy duras y con efectos retroactivos para reducir el apoyo público a
las energías renovables.
A nivel
mundial, el despegue de las renovables no se ha iniciado hasta que el precio
del kilovatio producido con ellas se ha acercado al del kilovatio producido con
energías convencionales. Sin embargo, si nuestro modelo económico incorporara
al precio de las cosas el coste del impacto ambiental y social que generan a lo
largo de su ciclo de vida, el precio de mercado del kilovatio renovable habría
sido inferior al del kilovatio convencional desde hace mucho tiempo.
Lo cierto es
que la magnitud del desafío al que nos enfrentamos implica que ya no podemos
esperar más. La hora de las renovables ha llegado. Sin embargo, ya estamos
viendo cómo hay gobiernos que son capaces de hacer lo contrario de lo que
conviene al mundo y, muy especialmente, a su propio país; por ello, el
desarrollo de las renovables dependerá de la actitud de los ciudadanos, que
deberíamos exigir a nuestros gobernantes estar a la altura ética de las
circunstancias, por nuestro bien y por el de las generaciones futuras.
Miguel Á. Ortega, presidente de Reforesta
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