Hace poco asistí a una
jornada sobre valoración de ecosistemas en la que uno de los ponentes,
estadounidense, contó su experiencia. Se dedica ahora a los mercados de
ecosistemas (www.ecosystemmarketplace.com),
un mundo en el que es pionero y al que ha llegado, según reconoció, después de
haberse decepcionado con otras fórmulas para la protección de la naturaleza que
no dieron resultado. Expresó su confianza en que la creación de mercados
ambientales sí funcionará.
Mediante estos mercados
ambientales se intenta dar un valor económico a los servicios que proveen los
ecosistemas. El ejemplo más notorio son los créditos de carbono que se emplean
para compensar las emisiones de gases de efecto invernadero, responsables del
calentamiento global. También hay ya créditos de naturaleza procedentes de
bancos de hábitats, que facilitan la aplicación de medidas compensatorias del
impacto ambiental provocado por obras de ingeniería, construcciones, planes
urbanísticos, etc.
Otra manifestación más de
la aplicación de instrumentos de mercado “verdes” es la proliferación de fondos
de inversión que canalizan crecientes sumas de dinero, tanto de personas como
de instituciones, hacia proyectos “sostenibles”.
A juzgar por el
movimiento que se aprecia en torno a estos instrumentos de mercado, parece que
tienen un futuro prometedor. Son un producto de las estructuras mentales y
culturales promovidas por el racionalismo y la Ilustración, que gobiernan la
psique de la mayoría de la humanidad desde la segunda mitad del siglo XVII. El
capitalismo es, quizás, el resultado más relevante de esas estructuras. Es un
modo de organización de la sociedad en el que la búsqueda de beneficio económico
ha tomado tal dimensión e inercia que es imposible detener por decreto todos
los males que desencadena.
Sin embargo, la
aplicación al medio ambiente de mecanismos de mercado obedece a esta misma
lógica, a estas mismas estructuras mentales responsables del deterioro de
nuestro planeta. Es la lógica con la que operan las empresas, los gobiernos y
buena parte de la ciudadanía y, por eso, estoy de acuerdo en que cada vez más
compañías participarán de estos mercados ambientales… y se conseguirán cosas
buenas. Como director de Reforesta, una ONG ambiental con más de veinte años de
experiencia en educación ambiental y protección de la naturaleza, animo a usar
mecanismos de mercado para proteger el medio ambiente, siempre y cuando haya un
marco legal y una capacidad administrativa suficientes para asegurar que nunca
haya una pérdida neta de calidad ambiental. Sí, aplaudo estas iniciativas, pero
no sin cierta frustración, porque sé que no son la solución.
¿Cómo van a ser la
solución, si en 2050 seremos 9.000 millones de seres humanos, y la producción
de una sola taza de café requiere 140 litros de agua, o la de un kg de ternera
16.000 litros? ¿Cómo van a ser la solución si las ganancias en eficiencia son
absorbidas por el “efecto rebote” causado por el crecimiento de la producción
mundial? Desde los ochenta consumimos cada año más de lo que la Tierra es capaz
de producir. Es decir, que estamos viviendo de las rentas. Y eso que un veinte
por ciento de la humanidad malvive con menos de 1,25$ al día. Lo que quiero
recalcar con estos ejemplos es que las cuentas no salen: si cada vez somos más
y cada vez consumimos más, los recursos no aguantarán. Y ello pese al progreso
tecnológico. Quienes seguimos de cerca las cuestiones ambientales sabemos que,
a pesar de los avances de la ciencia y de la tecnología producidos en las
últimas décadas, la mayoría (si no todos) los indicadores sobre la salud del
planeta, recogidos en informes elaborados por una amplia variedad de
instituciones, está empeorando.
Por tanto, en lugar de
dar rodeos deberíamos afrontar de cara el reto de la sostenibilidad o, lo que
es lo mismo, el reto de hacer viable nuestra civilización. Y ello, para
empezar, implica:
- Otro modelo educativo que cambie nuestra cosmovisión: en lugar de perseguir el beneficio económico para satisfacer nuestro paranoico ego (egoísmo), hemos de facilitar el despliegue del potencial humano, gracias al cual podemos trascender hacia una forma de ser feliz que no dependa del tener.
- Establecer límites y reglas del juego claras en el uso de los recursos naturales. La contabilidad de las empresas e instituciones debe reflejar los flujos de materia y energía. Los impuestos deben aplicarse no solo sobre las rentas monetarias, sino también sobre el impacto ambiental, medido en términos de uso de recursos.
- Entender que la mentalidad de suma cero, según la cual para que un individuo, empresa o país gane, otro tiene que perder, es una apuesta en la que perdemos todos. Hay que empezar a usar las palabras “cooperar” y “compartir” más que la palabra “competir”.
- Entender también, que, además de moralmente indecente, la pobreza es inviable. La pobreza, aunque puede ser digna para el que la padece, vuelve indigno a quien, pudiendo evitarla, la permite. La pobreza impide el desarrollo del potencial humano y crea inestabilidad social. Cuando hablamos de un planeta poblado por miles de millones de personas y de una humanidad dotada de tecnología capaz de destruirlo todo, no parece sensato pensar que los ricos podemos mantenernos en una isla sin que nos afecte lo que les pase a los pobres. Por tanto, hay que repartir.
Bien está que se apliquen
estas nuevas fórmulas mercantiles a la protección del medio ambiente, siempre y
cuando no dejemos de lado las transformaciones más profundas y de largo alcance
que lograremos si priorizamos estos objetivos. En el camino hacia su
consecución arreglaremos muchos problemas, y cuanto más cerca estemos de
alcanzarlos, más fácil será seguir haciendo las cosas bien.
Por
Miguel Ángel Ortega. Presidente de Asociación Reforesta
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